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Vacaciones del verano de 1981 en Pichilemu. En la playa con mi papá y mis hermanas Jenny (la menor) y Mabel (la mayor). |
Ayer se cumplieron 15 años desde el fallecimiento de mi padre y creo, que más que nunca lo he tenido presente en mi memoria en mi corazón durante estas fechas. No puedo olvidar el momento en que se fue de este mundo, pues yo mismo estaba a su lado aquella ocasión. Ya he contado parte de cómo fue todo esto, así que no lo voy a repetir por estos lares, pues en realidad lo que quiero hacer a través de este escrito es recordarlo no con pena, que luego de tanto tiempo eso ha pasado a ser otra cosa: la certeza de que pocas personas me han amado como él lo hizo y por ello no puedo dejar de estarle agradecido.
No es la primera vez en que me refiero directamente a mi historia personal con él en este blog, sin embargo, sí nunca antes le había dedicado una entrada en su aniversario (de nacimiento o muerte). Y creo que es una buena oportunidad para compartir con ustedes algunas de mis memorias al respecto:
De niño me gustaba ir a comprar con él a Estación Central, una comuna que está al lado de aquella en la que vivíamos juntos, famosa por su rico comercio y donde acudía 6 días a la semana a buscar aquello que le faltara para su bazar (que tenía en nuestra misma casa). Me estoy refiriendo a una época en la que mi papá era uno de mis mayores referentes, así que disfrutaba mucho de estar a su lado, razón por la cual tiempo que tenía libre lo ocupaba para salir juntos. Además, prácticamente estas eran la mayor parte de los viajes que hacía a su lado, que como muchos comerciantes pasaba casi siempre dedicado a su negocio, la fuente con la que mantenía a toda su familia. Me encantaba mirar las vitrinas de las jugueterías y fantaseaba con tener todas las figuritas de colección de las series que veía (en especial He-Man y Transformers); así que desde entonces que llevo dentro de mí el bichito del comprador impulsivo. Como no conocía otras maneras de divertirme junto a él (bueno, aparte de ver juntos tele en el mismo negocio, con mi mamá a nuestro lado), con solo esto era feliz…Al menos durante buenos años fue así de sencillo todo, que creo me duró hasta pasada mi primera década de vida (entre los 12 y los 13).
Cuando no podía ir con él, por lo general debido a que sus salidas calzaban justo cuando yo estaba en el colegio, me iba a buscarlo a la esquina de la casa, justo donde estaba el paradero de la locomoción colectiva y así me venía con él hasta el hogar ayudándole a traer las bolsas de las compras, cuyo peso me podía. A veces cada uno llevaba un extremo del paquete, para ayudarnos mutuamente en el trayecto. Pero para ser sinceros, no solo el amor por mi papá me llevaba a ello, sino que había también interés de por medio: Cuando salíamos siempre me compraba alguna cosa rica para comer (golosinas, por supuesto), o alguna chuchería para mi colección (algo barato, aunque en mi mentalidad infantil me hacía sentirme feliz), así que la verdad es que iba en post de mi dosis de regaloneo material. “¿Qué me trajiste?” le preguntaba ilusionado. Si su respuesta era lo que esperaba, con toda la “gentileza” del mundo lo ayudaba con la carga…Y sin no me había concedido mis deseos, me enojaba y lo dejaba donde estaba viniéndome molesto por su “ingratitud” (ahora es mi regalón Amilcar quién siempre me pregunta qué le traje).
Siendo que era el único de sus hijos que le había tomado amor a la lectura, vez que me daban a leer un libro en el colegio, mi papá me los compraba. Recorría todo San Diego (un famoso sector de la ciudad dedicado a la venta de literatura), buscando cada uno de esos títulos. Para mí, ya más grande, hecho un adolescente, era una tremenda alegría llegar a casa o esperarlo a que volviera de sus andanzas, para tener entre mis manos una nueva perla de la literatura…Era el primer mes de clases, en marzo, cuando recién estaba cursando el tercero medio (lo que en otros países le llaman tercero de secundaria, creo) y lo acompañé esa vez a conseguirnos nada menos que Los Altísimos de Hugo Correa, obra cumbre de la ciencia ficción chilena y latinoamericana. En mi ignorancia nada sabía sobre ese título aún y mucho menos de su autor. La novela estaba discontinuada y nos costó hallarla entre los distintos locales que visitamos, hasta que llegamos a una galería donde había muchas tiendas de textos usados…Y entonces lo encontramos. Era una vieja edición, que se alejaba por completo de mi idea de la presentación de una obra del género, sin ninguna ilustración y más encima amarillenta. Si no me equivoco costó $3.500, en ese ya lejano 1992, lo que era una suma considerable en aquellos años. Mi papá estaba satisfecho de cumplir con sus deberes de buen padre…y yo en cambio me quedé enojado, porque no me gustaba la idea de tener una “versión vieja y fea”. En la casa, tal cual un niño chico, me dio una pataleta y me puse a discutir con él cegado por mi estupidez y egoísmo. Un día, ya adulto, recordé que incluso llegué a tirarle el libro y le dije que no quería esa cochinada…Y sentí una tremenda vergüenza por ello. La memoria me falla, sin embargo, sí recuerdo a mi papá entregándome el volumen arreglado por sus manos, que se le había salido la tapa debido a mi violencia y él la pegó con su habilidad y dedicación, para que su hijo para que lo leyera igual. No pude dejar de conmoverme y me puse de inmediato a la labor de adentrarme en sus páginas, gozándolo con un enorme orgullo, por saber que estaba leyendo a todo un maestro de la ciencia ficción que era compatriota mío. Tiempo después me enteré de que se trataba nada menos que de la primera edición de ese clásico, así que era dueño (y lo sigo siendo), de todo un documento histórico…Y ese era uno de los tesoros que me había concedido mi papito.
Uno de los grandes sueños de mi papá fue que al menos uno de sus hijos entrara a la universidad, que fuese un profesional. Pues como es sabido, los padres proyectan en sus hijos las aspiraciones que en su momento ellos no pudieron concretar y como siempre esperan lo mejor para su descendencia; si uno de sus vástagos llega a acercarse (o sobrepasar) la idea de plenitud que tienen, ello los hace dichosos como pocas cosas en el mundo. No obstante, ninguno de mis hermanos quiso seguir ese rumbo (así como ponerle a alguno de sus pequeños su particular nombre: Eleuterio), tan solo yo estimulado por varias razones, llegó a ello. Cuando quedé aceptado en una universidad estatal (la UMCE, más conocida popularmente como Pedagógico, en tiempos en los que las casas de estudios superiores eran un lujo que solo los más pudientes podían darse) mi “taita” no daba más de felicidad. Era el mes de febrero (¿o aún era enero?) de 1994 y en marzo me tocaba entrar a mi primer año en la carrera de Filosofía (que al año después, menos mal, me cambié a Castellano), cuando un día mi papá me dijo que lo acompañara a hacer sus compras para el negocio. Lo que yo no sabía, era que me tenía deparada una sorpresa: me llevó a una multitienda para que le pidiera una suma considerable en ropa a mi gusto (por lo general a mi hermana menor Jenny y a mí, solo nos regalaban vestimenta en dos ocasiones al año: en vísperas de Fiestas Patrias, en septiembre, y para Navidad).
La noche previa a mi primer día de clases, dormí como un lirón, en cambio mi papá apenas pudo pegar el ojo y ese lunes se levantó aún más temprano que de costumbre para abrir la tienda…y desearme una buena jornada. Me había dicho que quería ir a dejarme a la universidad, a lo que le contesté que no era necesario, pues ya no era un niño (y claro, aún con 18 años de edad, tenía la mentalidad de un adolescente, al que le faltaba mucho mundo). No obstante, sí había ido conmigo a matricularme y se río mucho cuando un grupo de hermosas señoritas, me pintaron la cara como recepción jocosa por ser mechón (alumno nuevo).
La vida le alcanzó para verme titulado, aunque no fue a mi examen de grado, que se habría aburrido como una ostra. Nunca fui a la ceremonia de entrega de diplomas, que no estaba dispuesto a pagar por ello, así que tampoco pudo estar en ello (no voy a caer en el sentimentalismo “barato”, de decir que si hubiese sabido que al año siguiente moriría, habría gastado esa plata, ya que no vale la pena amargarse por lo que no fue). Y, no obstante, el último de mis cumpleaños en los que estuvo presente, cuando supo que venían unos colegas míos, se sintió tan contento, que desde su cama quiso conocerlos, para compartir de esa manera mis comienzos como profesor.
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El día de mi confirmación (1993), junto a mis papás y Pato, mi padrino (de quien pocos años después nunca más volví a saber). |