Quantcast
Channel: El Cubil del Cíclope.
Viewing all articles
Browse latest Browse all 853

Algo más que un mero recuerdo.

$
0
0
Junto a mis papás al cumplir los cinco años, más o menos en la época del recuerdo que hoy comparto con ustedes. 

      Hay ocasiones en la vida de cada uno, en que ciertos sucesos se convierten en los hilos fundamentales que rigen el resto de nuestros días.  Es un antes y un después de lo que hemos vivido, que deja una línea divisoria respecto a lo que nos pasó en aquel acontecimiento.  Algo que nos ha marcado tanto, que nos llega a definir para bien o para mal y que deja huella en quiénes somos.  A veces puede ser un hecho complejo, como un viaje o una tragedia, otras algo que a simple vista parece tan sencillo, pero que en su momento tuvo la fuerza suficiente de convertirse en un momento decisivo en la construcción de quiénes somos.  De igual manera existen personas que pasan a nuestro lado, que a veces caminan solo un tiempo junto a nosotros y otras que continúan en el presente a tu lado y sin embargo en cualquiera de los dos casos, son fundamentales para tu propia idea de la felicidad.  En mi caso, como en el de mucha gente a mi edad, tengo muchos de estos recuerdos fundamentales, así como mantengo en mi memoria y en mi circunstancia actual a gente así de valiosa.
      Hace tiempo ya, cuando estaba en la universidad, un profesor nos explicaba la teoría de la Neurolingüística, que afirmaba que el cerebro se podía programar igual que una computadora.  Hoy en día lo que más me llama la atención de dicha disciplina, es que se afirma bien en la vieja idea compartida por tantas culturas, de que definimos el mundo en cuanto ocupamos las palabas que nos ayudan a modelar la realidad; pues además tal como lo dicen los judíos, las palabras son sagradas y tienen poder (En el principio era el Verbo, Juan 1).  Volviendo a aquel día, el profe afirmó que lo que nos hayan dicho o lo que nosotros digamos a los demás, puede causar tal efecto que quede una huella imborrable en uno y en otros…
      …Entonces tuve una epifanía, que me impactó tanto que no dudé en compartirla con el curso.
       Hace muchos años atrás, también por allá en el siglo pasado, aunque esta vez en los albores de mi paso por esta tierra, cuando tenía cerca de cinco años, me pasó algo que bien viene a ser uno de estos momentos claves de los que les cuento.   Estaba con mis papás y de seguro con mis hermanas Jenny y Mabel, también en aquel entonces menores como yo, viendo una noche de sábado una película juntos por televisión.  El filme era un culebrón y la verdad ignoro cómo se llamaba, sin embargo era la típica historia de “basada en un hecho de la vida real”.  Como mi memoria es frágil, ignoro hasta qué punto la síntesis que les daré es correcta.  De igual manera si alguien me pudiese dar más datos sobre esta obra (su nombre aunque sea), se lo agradeceré con todo mi ser.
      Era sobra una familia con problemas económicos, con muchos hijos pequeños de por medio, que se enfrenta a la dura prueba de que a la madre, quien era el verdadero sustento de todos, se le había declarado cáncer terminal.  El papá era un alcohólico, así que más bien era un lastre para los demás.  Ante la eminencia de la catástrofe, el hermano mayor (a lo más un adolescente) toma la decisión de que tras morir su progenitora, buscarle por su propia cuenta a cada uno de sus hermanos una familia de acogida, que los pueda cuidar y darle el mejor de los futuros posibles y que con las posibilidades actuales sería muy difícil conseguir; y lo más importante, que no les faltara amor.   El muchacho logra su objetivo, si bien ello implica que al final se queda solo junto al débil patriarca, ya que a su edad nadie quiere acogerlo.
      Y tras terminar de ver todo esto, me pasó algo que nunca antes había experimentado a tan tierna edad: Me puse a llorar sin un motivo aparente.  Era un sentimiento tan profundo, algo que nacía desde el interior más hondo de mí, que no podía dejar de que ese manantial de emociones que no comprendía se acabara.  Las lágrimas salían de mis ojos y mi cuerpecito se agitaba de una manera inusual, por algo que no era la típica congoja debido a que me hubieran retado o sufriese el dolor físico de una rodilla o de un codo pelados, por las acostumbradas caídas de los juegos infantiles.  Era algo completamente nuevo para mí.  Supongo que a quienes me rodeaban les llamó la atención mi reacción (¡Es increíble, mientras rememoro esto no dejan de humedecerme los ojos y de moquearme la nariz!).
      Y así fue que gimoteando le pregunté a mi papá:
      - ¿Por qué estoy llorando? ¡Si esto no es algo que me ha pasado a mí!
      Estaba desconsolado, me habían sacado por completo de mi frágil equilibrio emocional.
      - Porque tú no tienes el corazón de piedra.- Fue la breve, aunque significativa respuesta de mi querido papá (quien ya hace años dejó este mundo, aunque no por ello dejo de sentirlo a mi lado o tal como dijo la inolvidable Luna Lovegood a Harry Potter en Harry Potter y la Orden del Fénix: "Lo que perdemos al final siempre vuelve a nosotros... aunque a veces no del modo que esperamos").
      Era muy pequeño, inexperimentado y tampoco muy brillante ille tempore como para entender cabalmente esa sencilla, aunque antigua metáfora (tampoco digo que ahora sea un genio).  No recuerdo si mi papá me la explicó, pero en mi inocencia algo de luz me llegó a la conciencia de las palabras y sin verbalizar pude saber qué me quiso decir.
      Tengo hatos defectos, no soy un santo, hedonista como yo solo y mañoso, también cuando me enojo exploto (quizás por eso tal vez me gusta tanto Hulk, porque bastante me siento identificado con él y con el pobre Bruce Banner), no obstante algo que rompe todas mis defensas es ver a gente sufriendo, más si la conozco; de modo que no puedo evitar querer consolarla y prestarle apoyo.  A ello se suma la misma educación religiosa que tuve de niño y adolescente, pues en el colegio en el que estudiaba, estaban las Hermanas de la Consolación y justamente ese era su carisma, que se quedó conmigo.
      Volviendo a esa noche de sábado, me alegro que mi papá que era bien machista para sus cosas, nunca me hubiese negado diera rienda suelta a mi parte más sensible.  Mi mamá tampoco.  Supongo que ellos bien sabían quién era su hijo.  Por esto mismo, nunca escuché de ellos eso de “Los hombres no lloran”… ¡Una soberana estupidez!
      Desde aquel entonces mi llorómetro, como bien le puso un amigo que me conoce media vida, ha marcado alto innumerables veces.  Y como apasionado por el arte que soy, me basta con ver cualquier buena película o serie, leer un libro o un cómic valiosos para mí y que toquen las telas del alma, o una melodía que me sobrecoja, como para que una vez más salga de mi interior ese niño, que aquella vez pudo apreciar la belleza y el sentido más allá de su propia inmediatez.
     Vuelvo a leer este texto mientras lo reviso, para que no me salga tan torpe la pluma y me pregunto qué tan cursi será, qué tanto difiere de las “ñoñeces” que acostumbro publicar.  No importa, lo he escrito para mí y para mis más cercanos, en especial a aquellos que conocieron a mi padre (¡No puede ser, nuevamente estoy llorando!) y que llegaron a sentir su amor por mí.  Esto es parte del legado que me ha dejado y que hoy comparto con ustedes.
Cinco años después
(la niñita que sale sonriendo al lado de mi papá es mi hermana menor, Jenny,
quien luego sería la mamá de mis regalones Amilcar y Brunito).

Viewing all articles
Browse latest Browse all 853

Trending Articles